No sé si lo he mencionado anteriormente, la memoria me falla en ocasiones, pero si lo he hecho me excusarán. El haber creado un podcast sobre música y sentarme a charlar en persona o por teléfono con una infinidad de personas envueltas en la industria de la música, ha cambiado mi forma de ser como individuo. El mundo dentro de su complejidad y diferencia de lenguaje tiene un denominador común: la música. No importa si el ritmo es batuque o una danza, si es una ópera o regguetón; nos une la armonía del sonido. Es el lenguaje universal que o te inclina a saborearlo, o lo detestas porque no lo entiendes.
Como he dicho en muchas de mis introducciones, en mis conversaciones o en este blog, siempre he tenido el oído pegado a un tocadisco o a la radio. Durante mi infancia recuerdo haber estado parado frente al tocadisco que había en mi hogar y personificar un exagerado cantante de lip sync -cuando esto no estaba de moda como ahora- hasta un magnífico pianista o director de una filarmónica. La música siempre ha sido una constante en mi vida y no me había dado cuenta hasta que vine a los EE UU. A pesar de que estaba bajo mis narices, nunca me di a la tarea de explotarla o de convertirla en una constante en mi vida. Incluso, entre cocina y cocina, la música ha estado ahí; recuerden de mis pasiones: cocinar y la música.
En una de mis charlas, específicamente la que subiré mañana, Danny Kean y yo hablamos cuando la música y el pago de regalías era algo extraordinario. Cuando el músico se consideraba un ser especial y recibía sus ingresos por la cantidad de discos que vendía; el preámbulo para una gira de conciertos alrededor del país. Esta conversación me trajo a la memoria muchas historias olvidadas. Una de ellas fue cuando me fui caminando a una tienda de disco detrás de los Cines de Santa Rosa en Bayamón. Los discos que iba a comprar era uno de ellos el de Grand Funk Lives y el otro recuerdo que me lo recomendaron pero ni me acuerdo de la banda ni el título. Esa visita fue una caminata a escondidas que me tomó por lo menos 1 hora y media desde donde yo vivía hasta la tienda de disco. Recuerdo el yo ir y hacer esa visita fugaz con el poco dinero que había generado cuando repartía periódicos. Recuerdo que contaba con unos 14 años y siempre me sentía amedrentado al entrar a una tienda por ser menor de edad; el mismo sentimiento de pavor cuando compré mis primeros condones.
El otro recuerdo que tuve, y digamos que ese fue el momento en que comencé a liberarme del yugo de mis padres, fue cuando vivía en Miramar. Recuerdo con exactitud la calle y el número del edificio: Calle Unión 666 St Joseph Apartments. Vivía a escasas 7 cuadras de la Calle Cerra, la famosa ruta de las casas disqueras y tiendas de discos. Allí nació la Gran Discoteca, una tienda sin aire acondicionado y la cual visité en más de una ocasión en el verano del 1983 pidiendo el disco de Sinchronicity de The Police. Todas las semanas lo iba a buscar cuando en los EE UU ya se había agotado. Entre visita y visita compraba un disco de lo que fuera: Men at Work, Rolling Stones, Led Zeppellin, la banda que fuera. La sensación de ir a buscar un disco y pasar mis manos entre disco y disco escudriñando cual comprar ha sido uno de esos placeres que iTunes y Spotify nos ha quitado. Esa experiencia de, incluso, mirar a través de una vitrina la lista de cassettes de música nos permitía abrir nuestros sentidos a experiencias que hoy en día no se disfrutan..
Son estas conversaciones las que, en cierta forma, desempolvan aquellos recuerdos olvidados o guardados en un baúl del olvido en mi memoria. Esa memoria que antes era más ágil y recordaba los casos y cualquier estupidez que pasara de frente con extrema facilidad sin necesidad de una palabra clave. Esa memoria que se desgasta con el pasar de los años y que necesita de una palabra o un detalle para volverla a traer a la realidad. Esa es la maravilla de estas charlas, me traen recuerdos de mis años en Puerto Rico cuando era un adicto a comprar discos de pasta y cuando estaba más al corriente de los géneros musicales.
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